Tengo que decir que me considero una persona fiel y muy honrada. Dejo de lado aquellas chuches que, de niña, le robé a la Sra Pilar en su papelería cuando ella no miraba (aquel bote lleno de gominolas de colores del arcoiris me atraían en grado sumo) y las 25 pesetas (sí, pesetas, aquella moneda que usábamos entonces en nuestro país) que le hurtaba a mi madre, muy de tanto en tanto, de su monedero. Y todo esto viene a cuento de la historia que os quiero contar esta tarde.
Siempre he respetado mucho el dinero ajeno (olvidaros ya de las 25 pesetas, jolín) y supongo que eso me lo enseñó mi padre cuando trabajaba de comercial en una empresa de pinturas. Muchas veces, de pequeñita, le veía en la mesa del comedor con todos sus papeles y con todo el dinero que sus clientes le daban y que él religiosamente entregaba a su jefe. Yo me preguntaba si alguna vez había cogido alguna cosa (ver todos aquellos billetes en MI casa y no poder tocarlos era extraño) y cuando una tarde se lo pregunté me contestó "Eso nunca, hija mía. Este dinero no es nuestro y nunca se me ocurriría robar ni un duro". Ese día aprendí que el dinero de tu jefe es suyo y nada más que suyo, aunque tú lo tengas en tus propias manos día tras día.
Durante el primer año que estuve trabajando en el restaurante, no se me permitió tocar la caja para nada, cosa que pude entender a la perfección. Era mi jefa la que, a la hora de hacer la cuenta, se ponía delante de la caja registradora, la imprimía y luego la pasaba a la mesa correspondiente. Este último paso también lo podía hacer yo si había mucho trabajo. También éramos las dos las que le pasábamos el cambio en el caso de que sobrara dinero.
Un fin de semana tuvimos mucha gente y, ambas, íbamos de bólido. Tenéis que saber que uno de los sentidos más importantes de un@ camarer@ es la vista. Con nuestros ojos podemos decidir quién tiene preferencia, quién ha acabado, quién está solicitando nuestra presencia, etc: con una simple y rápida mirada tenemos que controlar todo el espacio de trabajo para que todo vaya en un orden. Y a la hora de pasar la cuenta, con ese vistazo tú debes saber si el cliente ha pagado, si aún está hablando con su pareja o la familia o si espera su cambio.
Ese día vi que una pareja había pedido la cuenta, se lo dije a mi jefa y ella le acercó el platito con la nota. Tengo que suponer, porque de otra forma no le encuentro explicación, que no debí calcular bien el tiempo que transcurrió entre ese momento y el que vi que la mesa estaba vacía. Para mí fueron unos segundos, a lo sumo, un par de minutos pero debieron ser más debido al trabajo. Lo único que puedo decir es que al ver la mesa vacía sin ningún billete ni moneda, eché a correr hacia la puerta detrás de los clientes, que estaban ya girando la esquina y gritándoles "Eeehhh" "Eeeehhh" "Que se han ido sin pagar" Tales debían ser mis gritos, que no oí cómo mi jefa me estaba persiguiendo por la calle y gritando mi nombre hasta que no estuvimos los cuatro, unos frente a otros, y notando cómo ella me agarraba por el brazo y me comentaba que sí, que sí habían pagado pero que yo no lo había visto. ¡Trágame tierra! Yo con la boca abierta y ojiplática como los clientes y pidiéndoles disculpas por mi error. Volvimos corriendo al restuarante, riéndonos como dos locas al pensar en el ridículo que acababa de hacer. Al acabar la tarea y explicarle a mi jefe lo ocurrido, ella me describió como un perro poseído tratando de defender a su amo, que "ladraba" y perseguía a los intrusos. Aquella tarde lo encontré un poco exagerado pero, en estos momentos en que lo rememoro, la imagen es bastante concorde con la realidad.
Actualmente, después de tantos años de confianza, ya hago las cuentas, manejo el dinero y mi jefe puede estar bien tranquilo de que ni un solo céntimo (ahora ya sí, hablando del euro) puede faltar de su caja.
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