martes, 10 de abril de 2012

Capítulo 5: Proposiciones indecentes, improperios y demás desplantes (>18 años)

El pasado Domingo de Resurrección  una amiga comentó en twitter que hay restaurantes en los que los comensales pagan por ser maltratados y mi respuesta inmediata fue que algunos, verdaderamente, se lo merecen.
Durante todos mis años en el mundo de la restauración tengo que admitir que el sector masculino se lleva la palma en cuanto a proposiciones indecentes y desplantes, aunque alguna fémina me haya llegado a sacar de mis casillas alguna vez.
Voy a hacer un repaso de las cosas que se me han quedado clavadas en la memoria y, en grado de insulto máximo, en el alma, para que podáis ver que, realmente, algun@s element@s deberían ser contestados sin que ello pudiera repercutir en el futuro empleo del/a camarer@.

El recuerdo que tengo más anclado en mi corazón fue al pricipio de empezar a trabajar en el restuarante. Y no fue por una grosería sexual, si no por el insulto a mi inteligencia y persona.
Un mediodía entró un señor, con traje y corbata (muy señor él) y ocupó una de las mesas que se encontraban vacías. Era temporada de "Calçots" y al pasarle el menú me dijo si podía pedir a la carta. Le respondí afirmativamente y al cabo de unos minutos fui a tomarle nota. La respuesta del caballero fue (os lo escribo en castellano pero toda la conversación fue en catalán): "Mira, nena, quiero una ración de calçots pequeños"  (petits, en catalán) Mientras apuntaba, me deletreó: "P", "E", "T", "I", "T", "S" ¿Me entiendes? ¿O te lo digo en castellano y más clarito?"  Yo me quedé con la boca abierta y le contesté "sí, señor, le he entendido perfectamente". Cada vez que lo recuerdo me pongo de los nervios. Si hubiera tenido valor o si el negocio hubiera sido mío supongo que el  "Sí, señor" se lo hubiera deletreado yo en sus narices, aunque lo que realmente le hubiera deletreado habría sido el GILIPOLLAS que me hubiese gustado decirle en vez de lo de señor. Pero claro, me estuve calladita y es algo que nunca podré olvidar.

Otros episodios curiosos, y que he ido aprendiendo a capear, son los comentarios ordinarios del sector más varonil de la clientela. Hombres que leáis esto: cuanto más guarretes seáis menos váis a conseguir de una camarera. El trabajo ya es suficiente cruz como para tener que aguantar cuchicheos, frases altisonantes y comentarios que sólo vosotros encontráis graciosos. Se consigue mucho más siendo un poco obsevador, con una sonrisa, un gracias o con recordar el nombre de quien te sirve que con cualquier chiste sin gracia que queráis decir.
Ejemplos, tengo muchos. El más clásico es el ejemplo del grupito. Recuerdo una mesa en la que habían varios chicos y que ya habían bebido bastante y a la hora de los cafés me preguntaron: "¿Servíis irlandeses?" y les respondí que sí. Y entonces salió el gracioso de turno, "Porque supongo que aquí de franceses nada ¿no?" jajajaja todos rieron juntitos. Yo me partía, como podéis suponer.
O hace poco, cuando una mesa de 4 impresentables que ya venían con 2 copas de más y que, entre plato y plato, se paseaban con la copa de vino por el local, para salir a fumar un cigarrillo a la calle, te van preguntado sobre tu vida personal e insistiendo en que llame a algunas amigas del pueblo para acabar la fiesta todos juntos. Estuve a puntito de enviarles a los locales de alterne cercanos a la frontera para que les acabaran la faena pero, como siempre, me contuve.
   
Luego tenemos el solitario, el hombre que viene de tanto en tanto, que te conoce y que cuando piensa que ya tiene la confianza suficiente puede decirte algo que no cree que vayas  a encontrar ofensivo. Fue el caso de un caballero, más o menos habitual del restaurante, al que le pregunté: "¿Quiere que le sirva el coñac en copa de balón?" y él me contestó: "Mejor me lo sirves encima de la mesa, bailando y tendré mejor visión que la que tengo ahora" (en aquel entonces mi uniforme era camisa blanca y minifalda negra).

Luego tenemos el marido con su esposa que al final de una buena cena, de su botella de vino y de su whiskicito intenta tocarte el trasero cuando te dan dos besos a la salida del restaurante.
O el otro marido, ya divorciado de su mujer (que yo siempre encontré encantadora) y que te tira los tejos un día que te encuentra por la calle, después de verlo salir de un bar y con aliento a alcohol a las 4 de la tarde.

Y luego encontramos a esas señoronas que te critican que ella hace mejor un postre, que el mousse de limón no es casero porque sus papilas gustativas no lo encuentran suficientemente ácido (encontrando a faltar ácido químico de muchos postres que podemos comprar en cualquier supermercado) cuando tú te has pasado un rato, por la mañana, exprimiendo cada mitad del cítrico amarillo. O aquélla a la que al comunicarle que el menú de degustación es por mesa completa y que no lo pueden comer los unos sí y los otros no, te responden sin mirarte a la cara "Aún tiene que llover mucho para que volvamos a tiempos antiguos" o sea, a esos tiempos (¿verdad señora?) en que camareros y cocineros nos teníamos que bajar los pantalones a todo lo que quisiera el cliente porque, claro, éste siempre tiene la razón.
Pues no, espero que no volvamos a "esos tiempos".

Por eso, cuando acaba el día, siempre recuerdo ese refrán que dice "De porc i de senyor, se n'ha de venir de mena" (De cerdo y de señor se tiene que venir de casta) y, por desgracia, en el mundo todavía hay demasiado cerdo.

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